Sigue su curso el pesar, vacío y solitario, distante como quien sale a ver las estrellas nublado en invierno. Por la tarde el frío impide que sigamos con nuestras acciones, nos lleva a la inmovilidad tosca del momento, y se congela nuestra intención de poder hacer algo distinto, algo más que sólo padecer, inasibles, la pérdida sin nada de qué aferrarnos y vagamos, almas pequeñas, de formas delicadas. Pero no es que no hayamos visto a las estrellas, que ya son menos, pero que pueden verse; es que seguimos el curso que nos arrastra enteros hacia las partes más remotas de la soledad, donde nadie, donde todo lo gris que avizoramos a lo lejos dejó, por un tiempo certero y que es siempre, de ser para nunca, y volver y haber sido. Ciegos y extensos nos estiramos; sentimos el vacío como en ningún otro tiempo y como si habituados a sufrir el dolor nos llegase más profundo... Permanecemos, sí, hasta que la corriente, que es vida y que mata, se presenta, ya sin otra cara, ya sin excusas, frente a la muerte de nuestros ojos para avisarnos sin decir lo que nos pasa, ciegos, porque jamás podremos, ni nunca comprendimos que aunque creamos seguir nuestro camino, aunque todo pareciese moverse cuando movemos la mano, inmóvil nos espera lo indivisible único y estático universal. Ya el frío nos acechó, ya las tardes han sido devastadas, ya la nostalgia y los mares ya... Ya la visión lejana de una costa y la arena, absurda esperanza de un suelo firme que se hunde y con él nosotros, todo, y también la vida, que como las venas, se va abriendo...
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